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Máximo Gómez, el Generalísimo

Máximo Gómez, el Generalísimo El único de los grandes que organizó la guerra necesaria, el Generalísimo Máximo Gómez, no había nacido en tierra cubana, sino en la República Dominicana de donde llegó a las tierras más orientales de la Isla, para asentarse como campesino en los montes, y sembrar el amor de su madre y de sus hermanas al compás de su propia juventud.
Fue, entonces, que aquel hombre de sólo treinta años contempló la infamia de la esclavitud y, como él mismo escribiera en su diario, por amor al negro se vinculó al movimiento independentista, en pos de luchar por la abolición de una institución mezquina, que degradaba la propia condición humana.
Así, espigó en los primeros días de la guerra como soldado del naciente Ejército Libertador, en octubre de 1868 y con el grado de sargento, que le fue concedido por su amigo, el poeta bayamés José Joaquín Palma, para iniciar a los imberbes combatientes cubanos, al semillero de la mambisada, en una lucha singular, la guerra de guerrillas que tendría en el bravo dominicano a su mejor y más audaz artífice, desde el combate de Pino de Baire cuando enseñó a los insurrectos a transformar el instumento de trabajo, el machete en mortífera arma.
Durante aquellos años difíciles, casi una década de batallas, en la también llamada Guerra Grande, el Mayor general Máximo Gómez Báez, grado que ostentaría al concedérselo tempranamente el primer presidente y fundador de la República en Armas, el padre de la patria, Carlos Manuel de Céspedes, en toda la contienda sería el apasionado y exigente jefe militar dominicano el maestro de nuestros oficiales, el General de Generales, quien forjó a los héroes de la revolución cubana, a los hermanos Maceo, a Flor Crombet, a Guillermo Moncada, entre otros.
La invasión de Guatánamo, asiento de resistencia colonialista y de las contraguerrillas anti-insurgentes, la expansión de la guerra por todo el territorio del oriente cubano, su incorporación al mando del Camagüey al caer en combate el líder natural de esa región, el Mayor general Ignacio Agramante y Loynaz, el propio diseño estratégico y político de la guerra que necesitaba, para desarrollarse, consolidarse y expandirse de la invasión del Occidente, fueron algunas de las obras fundamentales que debemos al más lúcido de los estrategas cubanos.
Pero Gómez no sólo fue el acero inteligente, el maestro de la acción bélica, el artífice de las batallas, fue también el hombre ansioso de libertad y de justicia, el mismo que en los montes encontró la compañía de la hermosa adolescente Bernarda (Manana) Toro, la que sería su esposa y madre de sus hijos, algunos de los cuales morirían en los campos de Cuba libre, víctimas de enfermedades, penurias y de hambre, como después en el exilio y el prolongado destierro.
El General, lector abundoso, fue hombre de cultura autodidacta, y por sus relaciones familiares y políticas, se insertó también en el ideario de la independencia y de la confraternidad antillana, como uno de los más fervorosos partidarios de aquella utopía que compartió con su compatriota Gregorio Luperón, con los puertorriqueños Ramón Emeterio Betances y Eugenio María de Hostos.
Reconocido y seguido fielmente por sus soldados y oficiales, Máximo Gómez era un combatiente que tenía, como sustancia de su ética, el ejemplo, el sacrificio y la entrega incondicional a la patria y a la revolución.
Tales principios lo llevarían a sufrir las divergencias en el campo cubano, las contradicciones y, sobre todo, a valorar con su agudeza crítica la división entre las filas insurrectas, lo que condujo a la capitulación del Pacto del Zanjón, en 1878 y lo llevó a él y a su familia a tierras de Jamaica.
Estoico, humilde, en la mayor pobreza, conoció del dolor de ver morir a varios de sus retoños, y vivió en varias oportunidades la separación de la mujer amada. Centroamérica sería el espacio para intentar revivir el sueño de la revolución, y de amamantar a los suyos, en frágil cobija, como también gestar nuevos proyectos libertadores, todos frustrados durante casi tres décadas del llamado por José Martí período del reposo turbulento, de la tregua fecunda.
Estaría laborioso en el Canal de Panamá, padeciendo las fiebres palúdicas, se iría al Perú para reunificar voluntad, apuraría la discrepancia ideológica con Martí primero y también con Maceo en los métodos de la guerra y en la preparación de una nueva conspiración hasta que, el tiempo, y todos los héroes más maduros como la propia historia, lo condujeron a sumar su espíritu a la que el Apóstol José Martí llamaría la guerra necesaria, la del Partido Revolucionario Cubano, y Gómez respondería con el sí afirmativo del valor y la abnegación, libre de rencores, al ser electo por los combatientes para encabezar la batalla y asumir el mando militar en su calidad de General en Jefe.
Vencidos los múltiples escollos, superadas las traiciones y los reveses, volvería a cabalgar entre llanos y montes, casi a la altura de sus 60 años, para conducir al pueblo cubano, tan suyo y tan amado como el dominicano, a la victoria, cuando apuró la amarga experiencia de la intervención primero y de la ocupación después del país por los Estados Unidos.
Como otros patricios latinoamericanos del siglo XIX la imagen de la democracia y la libertad, sembrada en el Norte desde Washington a Lincoln encontraría el eco de esperanza en el pecho del anciano mambí quien, más tarde, y desde la lección de la experiencia pronto comprendería, como paradigma y reserva moral de todo un pueblo y una nación, de Cuba libre, las verdaderas intenciones de los norteamericanos de adueñarse de las riquezas de la Isla, y desde su palabra, con su viril ejemplo, entonces cabalgó no con el sable en ristre sino con las ideas, para izar la bandera de la independencia, la misma que él llevó en sus manos hasta verla hondear sola, sin compañía extraña, flotar sobre el viento y ante el cielo amado de la patria, cuyo destino tanto le inquietaba cuando encontró la muerte el 17 de junio, hace ya todo un siglo.

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