BUSCANDO A ERNEST HEMINGWAY
Siempre agradeceré mi maestra de inglés, el amor que nos sembró por la literatura anglosajona, y cómo con sus desvelos intentaba que aquella rebelde muchachada que, entonces, concluíamos nuestra “Junio High School”, lograramos leer desde los cuentos de Chaucer hasta las narraciones de la llamada “generación perdida” en la literatura norteamericana.Gracias a su exigencia y sobre todo, a la buena dosis de utopía de su credo pedagógico, me adentré en la adolescencia del brazo de Hemingway, cuando intentaba adueñarme del estilo indirecto libre, en la escritura de su novela Adiós a las armas.Años más tarde, luego del trágico final de “Papa”, y cuando cursaba mis primeros años de Filología, en la Universidad de La Habana, tres amigos nos reunimos una mañana para buscar al verdadero artista, especialmente, íbamos con el afán de descubrir tesoros y secretos en su Finca Vigía.No teníamos mucho dinero, ni siquiera para alquilar un taxi, y en uno de nuestros vejestorios urbanos, en un ómnibus que más bien parecía testimoniar el período jurásico, llegamos hasta San Francisco de Paula, barrio suburbano de la capital, donde estaba su residencia, el hogar que él mantuvo durante varios años, en aquel parámetro de campesinos.Apasionados y vehementes, como si fuéramos alguno de sus personajes en medio de las selvas africanas, trepamos la cerca de piedras y saltamos por sobre las púas del acero para penetrar en secreto, y a espaldas de cualquier vigilancia, en aquel territorio vedado que estaba siendo preparado para convertirse en lo que es hoy, un museo dedicado a la memoria del autor de El viejo y el mar. Mas no fue con el patrón de su yate, el famoso Pilar que nos topamos aquellos tres adolescentes, sino con un miliciano al que logramos convencer, no recuerdo ahora con qué argumentos, y de enemigo se convirtió en guía, así pudimos entrar en la casa-vivienda, recorrer cada habitación, tocar sus libros y revistas, las máquinas de escribir ante las cuales lo hacía, cada mañana y descalzo, ir hasta la piscina en la que se bañó Ava Gadner, y curiosear incluso en el más preciado de aquellos escenarios, en la torre construida por el novelista, donde solía quedarse en solitario.Muchos años pasaron, y comencé a escribir. A vivir las mismas tensiones que un día padeció aquel gigantesco ser rubicundo, recordado por los hombres y los niños de San Francisco de Paula, con los que solía hablar de tú a tú, e incluso jugar al beisball.Varias veces visité la Finca Vigía, como también fuimos a Cojímar, y conversamos en la no menos célebre Terraza –el restorán al que solían llevarme en la infancia mis padres- con el viejo Gregorio, y con él remontamos el gran río azul, entre tiburones y furias, aunque de la retina jamás se ha ido la imagen de Spencer Tracy al incorporar a Santiago, sobre el esqueleto de su pez…He leído diversos acercamientos a la figura de Hemin…loas y elogios, como críticas estimuladas por la envidia y la mediocridad. Y he querido saber cuál fue su verdad, por qué escogió a esta Isla para vivir y escribir… No he encontrado, hasta el momento, indicios que testimonien sus vínculos con el mundo literario y cultural de esos tiempos.Sólo me hablan, desde el testimonio del recuerdo, nacido por el afecto y también nutrido por la leyenda, marinos y campesinos, gente simple, algunos que seguramente nunca leyeron sus libros, ni conocieron otro Ernest Hemingway que aquel hombrón de barba gris y piel rosada, enrojecida por el calor del trópico, que solía emigrar hasta la Habana Vieja y se perdía entre tragos de daiquirí, sin azúcar, al pie de la barra de El Floridita.Al principio me resultaba incomprensible esa especie de soledad, de retraimiento en medio de una ciudad tan populosa y alegre como lo fue La Habana en los 40 y los 50, la ciudad que nunca dormía y que comenzaba a vivir después de la medianoche.Pero ahora lo comprendo. Sé cuánto agradece un escritor, un artista, un intelectual el trato humano, donde no medien títulos, ni aplausos, ni status social ni reconocimientos. Cómo se fatiga el alma entre los que sólo hablan de literatura o de arte, e intentan filosofar las 24 horas del día. He descubierto gracias a Papa Hemingway el frescor de la inocencia, la cordial relación que se alimenta del cariño, sin necesidad de diálogos verbales. Sí, el americano no estuvo inmerso en las tertulias literarias cubanas ni participó de las batallas de sus élites. Él prefirió el trago de ron con su buen amigo y camarada Gregorio, tirar bolas y correr con los “fiñes” de San Francisco de Paula, gozar de la alegría íntima de recibir, a calzón quitado, a algunos amigos muy próximos, como esa Venus que se llamó Ava, o al grandioso Gary Cooper…y tomar con ambos daiquiri, mientras se articulaba en su mente alguna historia, como la de ese Santiago, que le llevó hasta el Nobel, cuya medalla vería yo, como tributo, en el Santuario de la Virgen de la Caridad del Cobre, en el poblado que está próximo a Santiago de Cuba.Un hombre como él, no necesitaba de amigos literatos… sólo de un buen amigo con quien charlar de peces azules, de carnadas, de anzuelos, y por qué no, del torso desnudo, de la cadera voluptuosa…de la piel aceitunada… de sus Islas en el golfo.
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