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ELISEO DIEGO, EL ENSAYISTA Y EL POETA

ELISEO DIEGO, EL ENSAYISTA Y EL POETA

Las Ediciones Unión nos entregaron un volumen de ensayos de Eliseo Diego, donde se reúnen textos más o menos conocidos del poeta, y otros de carácter inéditos que ahora se nos ofrecen gracias a la sensibilidad de su hija, Josefina (Fefé) Diego y que se conservan celosamente en los archivos de la familia.

No aproximamos así a otra vertiente de la escritura del autor de la Calzada de Jesús del Monte, no la de sus fábulas, relatos, cuentos e, incluso, simiente de aquel proyecto suyo de novela que no realizó, sino a la discursividad de la prosa reflexiva, en la que no peca el poeta que siempre está presente en toda su obra, de filosos o eruditos comentarios, porque la sustancia de tal volumen, como de esta papelería, está en el espíritu del diálogo que siempre se establece, y más cuando se trata de una sensibilidad e inteligencia como las de Eliseo, con la lectura de otros autores y de sus libros.

Eliseo Diego, como lo hiciera el francés Miguel de Montaigne, en los orígenes del género, deja libre a su imaginación, y sus criterios fluyen más allá de cualquier canon o preceptiva, cuando se acerca a un título, permitiéndonos el raro privilegio, y más en nuestros tiempos de áridas monografías que se apropian en exclusiva del llamado “ensayismo”, volar junto a él, y enriquecer con nuestra lectura la sensibilidad en la que afloran principios humanísticos.

Ajena al didactismo formal, no al sentido pleno de la didáctica, desde su magisterio Eliseo nos introduce igualmente en el campo de sus preocupaciones como cuando describió, en su etapa de docente, que sus educandos carecían de la posibilidad de traducir la palabra en símbolo, de alcanzar el cuerpo de la imagen y tal revelación le hizo dar un giro, abandonando el programa de la asignatura, para ayudar a aquella juventud a elevarse desde la letra impresa, y a gozar de la lectura como la potencialidad de creación de mundos, personajes y circunstancias, en una obra de ejemplar magisterio, sembrada la semilla de su fe en esas almas.

Ese enigma se adueñó entonces del verbo, como en los textos bíblicos, y Eliseo quien afirmó que “los mayores goces de la poesía están reservados para los hombres de corazón puro”, superó las manquedades del ego para contribuir a otra revelación, desde el libro y la literatura.

Quien como Eliseo se adentra, en las páginas de este volumen, en múltiples espacios y a la manera de los antiguos, nos devela los misterios, ya provengan estos del continente en las voces de juglares como Gabriela Mistral, César Vallejo, José Coronel Urtecho, Efraín Huerta o Carlos Pellicer, o igual que Lezama busque en las raíces propias, tras las huellas de José María Heredia, de Nicolás Guillén o de Onelio Jorge Cardoso, no sólo se ejercita en la lectura y en la escritura con la sapiencia de la experiencia y de las investigaciones, sino con el milagro singular de unos sentidos cultivados, de una emotividad enriquecida y enriquecedora.

Sin diferencias se adentra Eliseo en las lecturas y en los clásicos, y dentro del universo de la llamada literatura infantojuvenil descubre nuevamente a los hermanos Grima, a Hans Christian Andersen, galopa su imaginación desenfrenada tras la hermosura de un relato como La bella y la bestia, y salta en el espacio y el tiempo, supera los dogmas de los géneros, de lo popular y de lo culto, desde su propia autenticidad como poeta y como ser humano, vuelve a regalarnos la singularidad de su mirada sobre lecturas muy propias, y afines, como cuando escribe sobre Katherin Mansfield, deudor de su madre quien lo abrió a la lengua y a las letras inglesas, sin olvidar las raíces de nuestro idioma y de los clásicos, presentes en su poética.

Y llegan con Eliseo Diego las evocaciones de William Faulkner o de Robert Louis Stevenson, o el complejísimo proceso de traducir de una lengua a otra, como con los poemas del húngaro Sandor Petofi, mientras nos presenta el rompecabezas, el puzzle de su propio legado literario, ese que comenzó en el familiar imaginario de la quinta de Arroyo Naranjo, reservorio eterno de su infancia y de sus generosas utopías, las que poblaron las imágenes de sus poemarios y nutrieron ese mundo paradójico, imantado por su cristianismo, entre lo cotidiano y lo real, en el tejido del sonido y el silencio, en su juego lúdrico con el tiempo.

La lectura se puebla entonces por el sueño, y no hay horizonte académico que pueda ceñir la imaginación ni la fantasía de Eliseo, quien desde su natural modesto y sencillo teja como la araña ante nuestros ojos, un horizonte múltiple, que nunca se cierra y siempre queda abierto, como una invitación al otro, desde plurales perspectivas en las que siempre sobresale la subjetividad lírica.

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