DORA ALONSO, CORRESPONSAL EN GIRON (1961)
De momento, nos encontramos sin vehículo para salir a la zona de operaciones de Playa Larga, en las avanzadas; pero vigilamos el paso de la primera cosa rodante que enfilara la carretera de la costa. Fue un jeep de la Cruz Roja y el jeep nos llevó.
Seis horas antes, allá se había librado un duro combate y era lugar de riesgo continuo por la continuas incursiones de los aviones bombarderos yanquis, que pretendían cruzar la línea de fuego para atacar nuestra única línea de abastecimiento de tropas y armas. Esa línea era, precisamente, la misma carretera por donde íbamos.
Además, los paracaidistas podían aparecer por la retaguardia, ametrallando desde su escondite en la maleza.
A la salida del batey, también todo se cubría de uniformes del ejército popular. Se almorzaba a base de una lata de leche condensada y pan, dulce de guayaba y alguna otra cosa. Vimos a la tropa, lata en mano, disponiendo del frugal almuerzo. Había unidad, un informe entusiasmado, una increíble satisfacción por ir al combate. De eso, cuantos tuvimos el honor infinito de contemplarlo y compartirlo, podemos dar fe.
Al timón del jeep que nos lleva a las avanzadas, está Manuel Esponda Álvarez, de la sexta brigada de la Cruz Roja, Ezequiel Velásquez, Rafael Hernández y Roberto Pérez Calero, delegado por La Habana.
Al subir al vehículo habíamos advertido algo extraño: junto al grupo hospitalario, que porta banderas con grandes cruces rojas, va también un mocetón llevando un arma antiaérea. Nos explican el porqué de la medida:
―Los aviones yanquis han ametrallado tres de nuestras ambulancias, y nos hemos visto precisado a pedir escolta para poder cumplir nuestro deber.
Apenas podemos creerlo. Únicamente los nazis se lanzaron a tal barbarie. Y llegan más detalles mientras corremos entre una nube de polvo.
―Algunos heridos fueron muertos en esa forma, dentro de los carros. Ya verá usted las ambulancias volcadas en las cunetas.
Dominando la idea de ver aparecer en cualquier momento la terrible amenaza aérea, o de sentir el tableteo de las ametralladoras de los paracaidistas, fijamos la mente en la temible, poderosa protección que guarda el territorio. Nidos de todas las armas, perfectamente disimulados y protegidos, se meten a los dos lados de la carretera, tierra adentro y tierra adentro y tierra adelante. Como fieles mastines de la independencia, se agazapan, para destrozar cualquier avance del enemigo. Son cañones de distintos calibres; antiaéreas, nidos de 50, de 30. Entre el raquítico o el espeso monte de la ciénaga se vislumbra asomando sus bocas mortales. Y detrás de cada una de ellas, cientos de vidas jóvenes con el corazón entero dispuesto al sacrificio por la patria.
―Por aquí estaban ellos y los hemos ido haciendo retroceder.
Fíjese en los hoyos recién tapados que llenan la carretera. Fueron hechos por las bombas aéreas.
Sobre el camino cubierto de polvo blanco que reseca la garganta, que emblanquece el pelo y las pestañas, se enfilan ómnibus repletos de milicias y Ejército Rebelde que van a reforzar el frente y las avanzadas. Son muchos, y también algunas rastras cargadas de parque.
A pie, a los lados de la carretera, se riegan milicianos junto a sus nidos armados. Nos saludan alegremente, haciendo chistes y mostrando ufanos las tiras de nylon estampado de los paracaídas capturados al ejército imperialista y mercenario.
Las blancas barbas de Norberto Barreras nos saludan al pasar, donde vela junto a su arma. Tiene 66 años. Viene del Escambray.
Es reparador de telégrafos de Jagüey Grande.
Continuamente, por la izquierda y en sentido contrario, enfilan sobre la carretera las luces encendidas y a toda velocidad de las ambulancias y máquinas que llevan la bandera blanca con la cruz de sangre. La muerte y el dolor van en ellas, en desesperado esfuerzo de arribada pronta al hospital del batey del "Australia".
Son muchas ambulancias y muchas las máquinas que van y vienen por este camino de riesgo y muerte, prestando el mismo servicio.
A nuestro lado, Pérez Calero, ansiosamente en una tensión desesperada que advertimos en cada rasgo de su expresión, en la mandíbula cerrada, en la mirada ansiosa que lanza a cada vehículo que regreso del frente vela el regreso de su único hijo.
Hace muchas horas que su muchacho salió a cumplir su deber humano allá donde la pelea es continua y terrible la metralla, y no ha regresado. El padre sufre con un sufrimiento callado y fijo, vibrando a cada luz de faro que se anuncia a lo lejos.
― ¿Vendrá ahí mi hijo?
El jeep detiene un poquito la marcha cuando nos cruzamos con los vehículos.
La voz del padre entonces grita su llamada ansiosa:
― ¿Han visto a Roberto?
Pero siempre los compañeros repiten que no. Que había ido al frente a recoger heridos; pero que no saben. Que nada pueden decirle.
Otra vez se acelera el jeep y nadie se atreve a comentar.
De pronto se oye un ruido de motores aéreos. Todo el mundo mira arriba, y en el mocetón dispone el arma, en guardia. Los ojos se clavan en el cielo con fijeza. El pulso se acelera y un nudo aprieta la garganta mientras cruzan segundos que parecen siglos... Pero, no; no eran aviones. Seguimos.
Cruzan kilómetros. Los árboles, a ambos lados de la carretera, muestran la herida honda de sus cortezas, destrozadas durantes los encuentros liberados horas antes.
Dos ambulancias ametralladas se incrustan en la cuneta. Pérez Calero apunta, con una ironía dolorosa:
―Mire la obra de los "salvadores" de Cuba.
Cerca de Soplillar tropezamos con dos nidos de antiaérea múltiples. A derecha e izquierda de la carretera, guardando un punto estratégico, sus ocho bocas vigilan lo alto, apuntando a las nubes.
Y guardándolas y sirviéndolas, como el pabellón más gallardo de toda está epopeya, están los niños de la Base Granma.
Parece increíble. A pesar nuestro, a pesar de una orden severa que nos damos, a pesar de saber que no vinimos para llorar, sino para mantener alta la moral revolucionaria, sentimos una niebla tibia cubrirnos las pupilas. Por que son niños, criaturas de 13 años, de 14 y 15; los mayores tienen 17.
Desnudos los pechos adolescentes, donde lucen collares milicianos de semillas de monte, las caritas graciosas llenas de sudor, sucias de polvo, risueñas, capaces, heroicas, inmensas, con aquellos ojos llenos de luz y de fervor por Cuba y su vergüenza, los niños artilleros saludan alegremente, nos rodean y casi aplauden cuando se enteran a lo que vinimos. Cuando saben que es BOHEMIA la que llega a buscarlos y a estar junto a ellos en la hora de prueba.
Y como lo que son, como criaturas llenas de ingenuidad se sitúan complacidos un segundo frente a la cámara de Gilberto Ante, el buen compañero de toda esta marcha del deber, peinándose apresuradamente con los dedos y sonriente para situarse mejor.
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