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EL MAESTRO JOSE SARAMAGO

EL MAESTRO JOSE SARAMAGO

Cuando llegó a Cuba, en su primera visita, y en 1992, aún su obra no era muy conocida para los lectores cubanos. Recuerdo que en uno de los escenarios más íntimos de la Casa de las Américas, y todavía con reducido auditorio, escuché también, por primera vez, al novelista lusitano, quien sería en el siglo XX y hasta hoy la figura mayor de la literatura en lengua portuguesa, de ambas orillas.

 

Después, y en su segundo viaje a la Isla, días después de haber recibido el Premio Nobel, en Estocolmo, y nuevamente en la Casa de las Américas, agudo, ingenioso, crítico desde el manejo de su lucida ironía, pidió que lo acompañara en aquel brevísimo e intenso encuentro un escritor cubano, antiguo amigo de los días universitarios, el también novelista Rodolfo Alpízar quien era su traductor a nuestro idioma, para la edición de sus textos en la Isla, tarea esta que había dejado muy complacido al también muy exigente autor ibérico.

 

Años más tarde volvería José Saramago, y asistiría a otros encuentros, con un muy abundante público que ya disfrutaba y conocía mejor su novelística, y así dialogaba en esa suerte de monólogo que siempre fueron sus palabras, las que deseábamos escuchar sin interrupciones ajenas, y en silencio cuajado de admiración, y asistía el escritor a la presentación de nuevas ediciones cubanas de su abundante producción, de títulos muy entrañables como su monumental novela, clásico de la literatura universal, Ensayo sobre la ceguera, que él autorizaría a un cineasta brasileño para traducirla al celuloide con posterioridad.

 

Ahora, la noticia nos ha dejado disminuidos, empobrecidos en nuestra espiritualidad al materializarse lo que, desde hace meses se temía, la muerte física del escritor en aquel paraíso suyo que fue su hogar en la canaria isla de Lanzarote, junto a su esposa y traductora Pilar, encargada siempre de trasladar al castellano aquella prosa centelleante que desnudaba al ser humano, pero con cierta dosis de compasión y laceraciones, inquieto siempre el narrador ante la sociedad contemporánea y sus contradicciones, sobre las que solía polemizar, también, entre afirmaciones y negaciones, apasionado como lo fue siempre, ya ejerciera la fabulación o el periodismo, profesión que fue suya y desde la cual combatió, durante muchos años, el fascismo en su natal Portugal.

 

Con 87 años, ya que no llegó a cumplir los 88 de su vida, ciclo que se cerraría el 16 de noviembre, José Saramago, calificado por algunos como un filósofo escéptico, y que en verdad, era un angustiado observador de la especie humana, la que fue protagonista de su discurso literario desde su primera novela Manual de pintura y caligrafía (1977), y que continuaría en otros textos como en Alzado del suelo (1980), tan cuajada esta última por ese sentido popular, añejo del alma lusa, y del sentido del humor presente también en la obra de José Saramago.

 

Escritura en la que no faltó la reflexión histórica, el diálogo con el pasado, la reflexión sobre las raíces, la fuerte presencia del mundo portugués, como en esa pieza extraordinaria que es su Memorial del convento (1982), o en ese otro sentido lúdrico de su narrativa que se manifestó en El año de la muerte de Ricardo Reis (1984), juego suyo con los heterónimos de otro grande de su lengua y literatura, homenaje a Fernando Pessoa.

En esa voluminosa bibliografía activa, ya que se mantuvo escribiendo, necesitado de la palabra para vivir, hay obras mayores, si es que alguna de las suyas pudiéramos considerar en un segundo plano, y que se destacan dentro de su papelería como la Historia del cerco de Lisboa (1989), y esa otra polémica que alimentó, con verdadero placer, porque en el mundo de la sátira, la irreverencia y la crítica, solía construir su narrativa, como lo fue El evangelio según Jesucristo (1991), rebeldía constante y sistémica de su ética y de su poética contra todos los dogmas.

 

Así llegarían las palabras, calificadas de kafkianas, de títulos como Todos los nombres, o las páginas de  La caverna, en las que arremetió contra la sociedad de consumo, o su otra visión del mismo problema, a la manera de Jano, cuando nos entregó su Ensayo sobre la lucidez, sin que olvidemos otras como El hombre duplicado, o sus Cuadernos de Lanzarote y hasta aquella incursión muy personal que hizo para la niñez, un cuarto de siglo antes, con los cuentos de La flor más grande del mundo, y otros volúmenes suyos, siempre signados por ese espíritu alimentado por las interrogaciones y nada complaciente, que en mucho disfrutaba al nadar a contracorriente, en medio de tantas exitosas banalidades, y así escribió textos como Las intermitencias de la muerte y la muy irreverente para muchos, aproximación suya a Caín, aunque también gozó cuando aquel hijo de humildes campesinos analfabetos, se lanzó por la vía del testimonio hacia su infancia cuando escribió Las pequeñas memorias, cuaderno del que declaró, "He intentado no hacer nada en la vida que avergonzara al niño que fui". Por todo eso, y por cuanto no llegó a escribir, pero que estaba latiente en sus venas, con este adiós y ese silencio que ha comenzado a ser el único espacio que él habite, le rendimos tributo aunque, con su ausencia, nos abandone en el vacío y en la soledad.

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